Nadie, incluidos sus colegas con quienes -según sus propias palabras- no tiene mucha relación profesional ni afectiva, le puede negar a Philippe Patrick Starck su gran trascendencia en el universo del diseño mundial. Nadie, tampoco, puede arrebatarle el membrete de ‘superstar’ que precede -días y hasta semanas- a su arribo hasta alguna de las urbes del mundo, pues es un viajero impenitente.
El aura de gurú que se ha ganado este iconoclasta francés, nacido en París en 1949, no es producto de la generación espontánea sino fruto de un trabajo tesonero desde que era un chiquillo y aún no le salía esa tupida, descuidada y gris barba que hoy ostenta.
Hijo de un famoso creador de aviones, Philippe empezó una carrera contrapuesta a las usuales. A los 17 años ya ideaba aviones, yates y automóviles de gran formato.
Luego se decantó por el mobiliario. “Solo después me decidí por el diseño industrial”, refuerza con esa sonrisa entre infantil y coqueta que casi siempre acompaña sus razonamientos y comentarios. A pesar de que afirma que siempre fue un poco autista, cuando se enfrenta a un auditorio lo subyuga -a los pocos minutos- con su melosa y afrancesada voz y con unos ojos que se encienden. Lo hace habitualmente en francés o inglés. Eso mismo sucedió la semana pasada en Cumbayá, donde formó parte de la presentación de uno de sus famosos edificios Yoo, uno de los 51 proyectos en 26 países que ha realizado junto a John Hitchcox, su álter ego en su empresa de arquitectura, diseño y ‘lifestyle’.
En los dos Yoo que se levantarán: uno en Quito y otro en Cumbayá, Starck pone el diseño interior y de mobiliario y Uribe & Schwarzkopf el exterior y la construcción, apoyado por Arquitectónica, un taller liderado por el peruano Bernardo Fort-Bresia que ha levantado, por ejemplo, el Hotel Westin de Lima, hoy todavía el más alto de Perú. Estos dos edificios pioneros en el Ecuador solo son dos números en el extenso currículo de este diseñador, que ha creado piezas únicas que incluyen hoteles, edificios, lámparas, sillas, teteras, motos, bicicletas, barcos, televisores, cubiertos, exprimidores, grifería, relojes, mesas, camas, monturas de anteojos, auriculares... Su obra, asimismo, se ha exhibido en espacios culturales icónicos, como el Centro Pompidou, el Museo Guggenheim, los MoMA de Nueva York y de Kioto, el Museo Decorativo Vitra de Basel...
Enemigo acérrimo de las modas, a las que considera solo importantes para la gente que no tiene cultura y necesita un modelo para copiar, Starck conceptúa al diseño como una amalgama entre funcionalidad, emoción y estética. “El servicio se lo hace desde el corazón. La computadora y la memoria: todo está en el cuerpo”. Aunque reivindica la utilidad de un objeto como determinante de un diseño, también cree que este debe emocionar; debe seducir. No en vano, cuando alguien le cuestionó que el famoso exprimidor de cítricos que diseñó para la firma italiana Alessi se oxidaba con el uso, el genio galo respondió: “Mi exprimidor no está pensado para exprimir limones, sino para empezar a conversar” (cita del libro ‘El diseño emocional’ de Donald A. Norman).
Esa es la dualidad conceptual de este declarado funcionalista que, sin embargo, no concibe objetos fríos y sin alma. Esa es la bitácora que mueve el día a día de este creativo que “no tiene ni Dios ni maestro”, pero que recibió el espaldarazo de otro gigante, Pierre Cardin, quien quedó boquiabierto con su obra expuesta en el Salon de l’Enfance y le ofreció el cargo de director artístico de su imperio.
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